La batalla había acabado. Los hombres del adelantado Pedro de Alvarado avanzaron sin atreverse a bajar sus armas. La selva estaba sumida en un silencio sobrecogedor. Olía a humedad, a pólvora y a sangre. Los cadáveres mutilados salpicaban el suelo. Soldados blindados con corazas herrumbrosas, espadas y arcabuces yacían junto a guerreros mayas de piel morena, pinturas bélicas y armas menos sofisticadas pero igualmente efectivas. La batalla había sido atroz y los españoles supervivientes se reagrupaban junto al cadáver de uno de los vencidos. Por su aspecto, aquel hombre debía ocupar uno de los más altos rangos en el ejército maya. Pero algo desconcertaba a los españoles. Aquel maya caído, a pesar de presentar nariz y orejas perforadas, pese a sus pinturas y tatuajes de guerra, mostraba una poblada barba al estilo castellano. Aquel guerrero caído no era maya. Solo podía tratarse de una leyenda viva, del español que se había hecho maya, del andaluz que había renegado de su país, había formado una familia con los enemigos de España y luchaba contra la que había sido su patria. Ese hombre caído por un ballestazo y rematado por un disparo de arcabuz no podía ser otro que Gonzalo Guerrero.
Corría el año 1512 cuando un bote arribó a las playas de la península de Yucatán con diez personas a bordo. Aquella costa aún no se conocía en Europa y los recién llegados, víctimas de un naufragio, saltaron a la playa en un estado cercano al agotamiento y la inanición. Para su sorpresa, aquella tierra desconocida estaba poblada. Un grupo de guerreros mayas les salió al paso. El encuentro derivó en una breve lucha en la que el capitán Valdivia, al mando del navío hundido, perdió la vida junto con algunos de los náufragos. Los mayas capturaron al resto y los esclavizaron. De aquel cautiverio de años solo sobrevivirían Gerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero. Pero entre los dos supervivientes había una diferencia fundamental que iba a marcar el destino de cada uno de ellos. Aguilar siempre estuvo suspirando por volver a España. Los mayas le parecían salvajes y era impermeable a su cultura. Gonzalo Guerrero, por el contrario, fue capaz de abrirse a una nueva civilización, a una gente diferente, a un pueblo que, aunque distinto, tenía grandes valores.
Cuando Hernán Cortés recaló, siete años después, en la isla de Cozumel, frente a las costas mayas, se enteró de que había dos españoles prisioneros de los indígenas. Cortés mandó a buscarlos ofreciendo un rescate por ellos. Solo Aguilar acudió a su llamada. Guerrero se había adaptado a su nuevo mundo, se había hecho valer y había conseguido la libertad. Y no solo era ya un hombre libre. Enamorado de la hija de un jefe maya, Guerrero se había casado y había tenido hijos; los primeros mestizos entre dos mundos. Cortés recibió su negativa como una intolerable traición. A partir de ese momento Gonzalo Guerrero fue considerado un traidor, un hereje y un apátrida. Cuando posteriormente los españoles intentaron conquistar la tierra de los mayas, Guerrero instruyó a estos en las técnicas de batalla necesarias para contrarrestar los ataques españoles. Por primera vez, los conquistadores se enfrentaban a gentes que no temían a los caballos, que hacían empalizadas y fuertes en los lugares de paso y que habían adaptado sus armas para las nuevas situaciones de guerra.